jueves, 9 de febrero de 2012

Memorias de la Distancia

"Tengo un pacto de amor
con la hermosura.
Tengo un pacto de sangre
con mi pueblo."

Pablo Neruda. Poeta Chileno.


-Para el anónimo mensajero que hacía llegar las cartas de enamorados, aquellos días confusos del año de las idas y nunca regresos. Para David Sánchez, que hoy, 34 años después, no ha vuelto a ver el parque donde pasaban al mismo tiempo su juventud y la mujer de su vida.


>Todo cambió totalmente el día de su cumpleaños. Fue 27 de noviembre. El año no importa ya. Lo acostumbrado en el tipo de días especiales como esos, era compartir en una pequeña reunión con los familiares más cercanos, una merienda, en el patio amplio, luminoso y lleno de árboles de su casa, con una copa de vino y el pastel que indica la tradición. Eran tiempos complicados en el país y se notó a la hora de los rituales comunes. Nunca tuvo una familia con capacidades monetarias importantes, pero siempre llegaban hasta la mesa principal que sacaban al jardín, alguna pulsera chapada, un par de camisones de dormir, un edredón de colores vivos y cosas por el estilo. Ese año fue todo más parco, menos alegre, más tenue que nunca. Ya en el ambiente se sentía la tensión. Nadie decía nada, pero él no era un niño y su adolescencia estaba casi convertida en adultez, en la facultad se escuchaban cosas y se leían ciertas consignas en los pizarrones antes de que el profesor las borrara, rápido y sigiloso, hipócrita, como si no pasara nada. En aquella ocasión los únicos regalos que recibió fueron abrazos demasiado sinceros, como si invitaran a una despedida que no se entendía. El entorno era de cambios bruscos, pero ese dejo de separación que sentía en cada "felíz cumpleaños" le descolocaba los pensamientos de por sí revueltos. No cantaron como en otros años y no brindaron como en otros festejos. Fue todo muy rápido y antes de que el sol se pusiera y los últimos primos dijeran adiós, su tío, (hermano de su padre, casi un desconocido, uno de esos cercanos parientes que no se conocen porque la apatía es más grande, qué errores juveniles) un tipo alto, medio calvo, siempre de saco, con su sonrisa tan joven, tan esperanzada, como si estos tiempos sirvieran para alimentarlas, le entregó un sobre amarillo, donde venía un libro cuyo título no pudo leer en el momento. Antes de siquiera intentar sacar el contenido del sobre, le dijo que era mejor que lo hiciera en privado. Que se trataba de una cosa demasiado importante como para hacerlo enfrente de su madre.
Cuando se fueron todos, y cuando su progenitora clausuró la puerta de su estancia, como lo hacía todas las tardes desde que su padre había muerto, sació curiosidades. Desprendió el libro de la opaca cubierta de plástico rápidamente y pudo leer el título, que lo dejó un tanto confuso, la "Invitación al nixonicidio y alabanza de la Revolución Chilena", de un tal Neftalí Reyes, Premio Nobel 1971, aquel poeta que siempre ayudaba a conquistar a las muchachas más románticas de la Facultad. Un libro que desconocía del todo.
Mucho tiempo después supo quién había sido Nixon, y cómo se sucitaron los acontecimientos en La Moneda, pero en ese momento fue el cambio de todas las formas de interpretar la vida, su vida, la de todos. Abrir los ojos a la realidad de su país, nuestro continente. La explicación de por qué tantos susurros, tantos miedos, tantos insomnios, tantas inseguridades, tantas desconfianzas, tantos planes y tantos sueños, aquel año que un libro le cambió la vida, le hizo vivirla entera, dura y pura.
Y ahora sí, ser participe de las causas, repartir hojas clandestinas (hechas en mimeógrafo) a personas a las cuales no debía ver a la cara, olvidar direcciones y puntos de encuentro. Pensar, pensar, pensar. Abrirse al verdadero momento de su patria, de su gente. Entender por qué había que ocultarse, por qué todas las noches uno tenía que quedarse a hacer guardia. Sentir el frío calando los huesos si un cana volteaba a verlo, si Alberto no llegaba y los nervios de que lo hayan agarrado. La explicación de por qué el temor a salir de casa aunque esta vez sea solo para ir al nuevo cine con Fernanda. Hacerse el fuerte, aguantar la bronca por no poder defender a los suyos como quisiera, cuando te contaron que lo habían matado a patadas a Villegas, el nene que alternaba contigo las noches de vigilia cuando ya estaba todo por estallar, cuando el cielo marcaba la hora de la verdad, no la de uno ni la de algunos, la de un país, la de un continente al que siempre le costó, al que no se la hicieron fácil. Entender con la poesía que el sentido de momento histórico era en ese lugar y tiempo, obligatorio. Que habían cosas que tenía que hacer, aunque fueran las imposibles, aunque costaran la vida, aunque la derrota estuviera marcada como único destino. Entender que esa derrota asignada tenía que ser combatida, que no servía de nada aparentar, ni hacerse el ciego ante lo que pasaba.
Convencerse que la literatura debía y debe comprometerse, debe escoger su camino, debe afirmarse de su lado del río. Aunque siempre le hubieran enseñado que no debe tomar partido, que debe ser ajena, que debe mantenerse al margen. Ese año y el siguiente, y cada uno después de aquel, entendió que muchas cosas que le dijeron habían sido viles mentiras, pósters falsos de prosperidad inventada.
Su vida cambió el día de aquel cumpleaños. La vida le dolió, se partió en dos (en cuatro, en mil) cuando lo escondían en el porta-equipajes de aquel Ford en el que fue llevado a la frontera más cercana, donde lo soltaron los compañeros de meses de resistencia, la última frase, un adiós disimulado por la tristeza, rabia, impotencia de no poder quedarse con ellos, hombro a hombro, a lo que viniera.
Un libro de poesía que provocó tantas cosas en una persona totalmente ajena a su contexto político y social. Un libro que pudo romper todas las barreras. Las convicciones e ideales que ayudan a su país, aún tomado, aún amordazado, a seguir intentándolo.
A jugarse todo aunque ya les hayan contado el final. Los que hacen todo lo que pueden "desde afuera" para contar la verdad de la dictadura, los que siguen desde adentro aunque estén lejos, los que aprendieron que Libertad es una palabra viable, válida y justa, los que leen libros de poesía, los que aún tantos años después sueñan con volver a la misma plaza donde alguna vez cantaron, se emocionaron, donde alguna vez también se enamoraron. Los que siguen pensando que hay ciertas cosas que uno no puede dejar de hacer cuando se trata de momento histórico y de pactos de sangre y amor, de hermosura y revolución.

jueves, 2 de febrero de 2012

La gran batalla



Recuerdo aquel 14 de julio de 1982, ese fue el día del regreso a mi país, a mi pueblo, a mi casa, hacía un mes los soldados argentinos habían cedido ante nuestras amenazas y retiraban su ejército de las Falklands, y nosotros los ingleses, nos proclamábamos vencedores de una guerra que no tendría nunca a nadie como triunfador, 255 muertos y 777 heridos, entre los fallecidos se encontraban mis dos hermanos, Phil y Steven, lo que demostró que fue más lo perdido que lo ganado. Ese 14 de julio, el Reino Unido me recibía como un héroe nacional, me proclamaban como un símbolo de la patria, pero, ¿cuál patria? mi patria ya no existe, mi verdadera patria era mi familia y se ha extinguido, ¿qué me importa a mí unos seres que no han hecho nada por mí? Ellos celebraban, mientras yo lloraba; pensaba, mientras sonreía falsamente ante la multitud que fue a recibirme en el aeropuerto Internacional de Manchester.




Paradójicamente el 2 de abril, día en el que emprendimos nuestro viaje a Las Malvinas, en ese mismo aeropuerto, sólo se encontraba mi madre, rezándole no sé a quién, ni para qué; si igual mis hermanos terminarían como terminó mi padre en la segunda guerra mundial en manos de los alemanes, ¿pero qué importa? Fueron muertes dignas, murieron defendiendo a la patria, esa misma patria que nunca sabrá sus nombres.

Margaret Tacher, la primera ministra en ese entonces, y su gobierno nos prometieron un montón de beneficios, no sólo a los soldados que participamos en la guerra, sino también a nuestros familiares, este auxilio era tan real como aquel ser al que mi madre le rezaba, era lógico que no recibiríamos ninguna manutención, mientras ella, gracias a nosotros, obtenía su reelección un año después.

Salí del aeropuerto, una vez se terminó el recibimiento -o mejor dicho el circo-, me marché lo más rápido posible de allí, como mi casa quedaba cerca me fui caminando para aprovechar y ver los cambios de la ciudad en los más de tres meses de mi ausencia, mientras hacía el recorrido, la vi a ella, su belleza eclipsaba cuanto había a su alrededor, la seguí por un buen rato sin que se diera cuenta hasta llegar a su casa, observé en su buzón y decía: Miranda Bonelli, sí, Miranda, que hermoso nombre, pensé; cuando reaccioné, recordé que mi madre me esperaba ansiosa en la casa, así que me devolví lo más rápido que pude, pero con atención para recordar el camino que me llevaba a la casa de la hermosa mujer.

Luego de diez minutos, los cuales me los pasé pensando en Miranda, llegué a mi casa, allí estaba mi madre, sentada en el sofá, esperándome, sólo nos dimos un abrazo frío, desde la muerte de mi padre nos acostumbramos al dolor, a morir viviendo, a vivir sobreviviendo, quizá como Baudelaire se acostumbró a vivir solo, nosotros nos habituamos a la tristeza permanente y más ahora, con la muerte de Steven y Phil, pero a diferencia de antes, ahora yo si tenía una razón para vivir, y era ella, esa hermosa chica.

Al día siguiente, como de costumbre, me levanté a las 7:00 de la mañana, tomé un café, me preparé para salir, le di un beso a mi madre y fui a la casa de Bonelli, claro que recordaba el camino, si toda la noche pensé en ella. Llegué, la esperé afuera y luego de dos horas salió para ir a su trabajo, me escondí para que no se alertara de que alguien la observaba; al verla me enteré del verdadero significado de felicidad, no esa impostora de la que hablaban después de derrotar a los argentinos en esa estúpida batalla; este ritual se repitió alrededor de tres semanas.
Después de ese tiempo, me atreví a seguirla hasta su trabajo, el café Cavern, ubicado a 4 cuadras de su casa, me senté en una mesa, la llamé y le pedí que me trajera la carta, el “con gusto” que desprendió de su boca, sonó como si Afrodita me hubiera hablado directamente. Pedí unos bocadillos con un té, platicamos un rato, 2 minutos quizá-los más hermosos de mi vida-, luego la esperé en el restaurante hasta que saliera para su hora de almuerzo, la invité a un restaurante cerca, a lo que ella amablemente me respondió con un si, inesperada respuesta para mí, ya que yo era un soldado y ella la mujer más hermosa del planeta.

Llegamos al restaurante, le pregunté su nombre, como si no lo tuviera clavado en mi mente y en mi corazón, y el motivo de su visita a Inglaterra, porque por su acento se notaba que no era de aquí, ella me respondió que su nombre era Miranda, y que venía desde Argentina por un intercambio a estudiar inglés, le dije que mi nombre era Lorenzo, un estudiante alemán, el cual venía a conocer la ciudad, ¿qué pensaría si le digo que soy un soldado inglés que participó en la guerra de las Malvinas? ¿Qué pensaría mi padre, si me hubiese escuchado decir que era alemán? Igual lo único que me importaba en ese momento, era compartir con ella ese grandioso momento.
Hablamos un buen rato, se despidió fríamente, y recuerdo sus palabras como si me las hubiese dicho ayer:” Mañana me devuelvo para Argentina” esas palabras calaron en mí como un puñal en el corazón, fue mucho más poderosa ella, que mil soldados que no pudieron contra mí…la perdí, sin haberla tenido en mis brazos.

Al otro día, el mismo ritual de siempre, pero esta vez la acompañé al aeropuerto, en silencio, antes de montarse al avión, le entregué una nota que decía: “Quizá no recuerdes mi nombre, pero nunca nadie te va a amar como yo”, la leyó, se rio y el papel terminó en el piso, roto. Me fui, sintiéndome un argentino más, uno de los tantos derrotados.

Y pensar que a un puñado de compatriotas suyos, los vencí y con ella no pude, me derrotó sin utilizar un arma, sólo su belleza

Ricardo Madrid Builes