jueves, 2 de febrero de 2012

La gran batalla



Recuerdo aquel 14 de julio de 1982, ese fue el día del regreso a mi país, a mi pueblo, a mi casa, hacía un mes los soldados argentinos habían cedido ante nuestras amenazas y retiraban su ejército de las Falklands, y nosotros los ingleses, nos proclamábamos vencedores de una guerra que no tendría nunca a nadie como triunfador, 255 muertos y 777 heridos, entre los fallecidos se encontraban mis dos hermanos, Phil y Steven, lo que demostró que fue más lo perdido que lo ganado. Ese 14 de julio, el Reino Unido me recibía como un héroe nacional, me proclamaban como un símbolo de la patria, pero, ¿cuál patria? mi patria ya no existe, mi verdadera patria era mi familia y se ha extinguido, ¿qué me importa a mí unos seres que no han hecho nada por mí? Ellos celebraban, mientras yo lloraba; pensaba, mientras sonreía falsamente ante la multitud que fue a recibirme en el aeropuerto Internacional de Manchester.




Paradójicamente el 2 de abril, día en el que emprendimos nuestro viaje a Las Malvinas, en ese mismo aeropuerto, sólo se encontraba mi madre, rezándole no sé a quién, ni para qué; si igual mis hermanos terminarían como terminó mi padre en la segunda guerra mundial en manos de los alemanes, ¿pero qué importa? Fueron muertes dignas, murieron defendiendo a la patria, esa misma patria que nunca sabrá sus nombres.

Margaret Tacher, la primera ministra en ese entonces, y su gobierno nos prometieron un montón de beneficios, no sólo a los soldados que participamos en la guerra, sino también a nuestros familiares, este auxilio era tan real como aquel ser al que mi madre le rezaba, era lógico que no recibiríamos ninguna manutención, mientras ella, gracias a nosotros, obtenía su reelección un año después.

Salí del aeropuerto, una vez se terminó el recibimiento -o mejor dicho el circo-, me marché lo más rápido posible de allí, como mi casa quedaba cerca me fui caminando para aprovechar y ver los cambios de la ciudad en los más de tres meses de mi ausencia, mientras hacía el recorrido, la vi a ella, su belleza eclipsaba cuanto había a su alrededor, la seguí por un buen rato sin que se diera cuenta hasta llegar a su casa, observé en su buzón y decía: Miranda Bonelli, sí, Miranda, que hermoso nombre, pensé; cuando reaccioné, recordé que mi madre me esperaba ansiosa en la casa, así que me devolví lo más rápido que pude, pero con atención para recordar el camino que me llevaba a la casa de la hermosa mujer.

Luego de diez minutos, los cuales me los pasé pensando en Miranda, llegué a mi casa, allí estaba mi madre, sentada en el sofá, esperándome, sólo nos dimos un abrazo frío, desde la muerte de mi padre nos acostumbramos al dolor, a morir viviendo, a vivir sobreviviendo, quizá como Baudelaire se acostumbró a vivir solo, nosotros nos habituamos a la tristeza permanente y más ahora, con la muerte de Steven y Phil, pero a diferencia de antes, ahora yo si tenía una razón para vivir, y era ella, esa hermosa chica.

Al día siguiente, como de costumbre, me levanté a las 7:00 de la mañana, tomé un café, me preparé para salir, le di un beso a mi madre y fui a la casa de Bonelli, claro que recordaba el camino, si toda la noche pensé en ella. Llegué, la esperé afuera y luego de dos horas salió para ir a su trabajo, me escondí para que no se alertara de que alguien la observaba; al verla me enteré del verdadero significado de felicidad, no esa impostora de la que hablaban después de derrotar a los argentinos en esa estúpida batalla; este ritual se repitió alrededor de tres semanas.
Después de ese tiempo, me atreví a seguirla hasta su trabajo, el café Cavern, ubicado a 4 cuadras de su casa, me senté en una mesa, la llamé y le pedí que me trajera la carta, el “con gusto” que desprendió de su boca, sonó como si Afrodita me hubiera hablado directamente. Pedí unos bocadillos con un té, platicamos un rato, 2 minutos quizá-los más hermosos de mi vida-, luego la esperé en el restaurante hasta que saliera para su hora de almuerzo, la invité a un restaurante cerca, a lo que ella amablemente me respondió con un si, inesperada respuesta para mí, ya que yo era un soldado y ella la mujer más hermosa del planeta.

Llegamos al restaurante, le pregunté su nombre, como si no lo tuviera clavado en mi mente y en mi corazón, y el motivo de su visita a Inglaterra, porque por su acento se notaba que no era de aquí, ella me respondió que su nombre era Miranda, y que venía desde Argentina por un intercambio a estudiar inglés, le dije que mi nombre era Lorenzo, un estudiante alemán, el cual venía a conocer la ciudad, ¿qué pensaría si le digo que soy un soldado inglés que participó en la guerra de las Malvinas? ¿Qué pensaría mi padre, si me hubiese escuchado decir que era alemán? Igual lo único que me importaba en ese momento, era compartir con ella ese grandioso momento.
Hablamos un buen rato, se despidió fríamente, y recuerdo sus palabras como si me las hubiese dicho ayer:” Mañana me devuelvo para Argentina” esas palabras calaron en mí como un puñal en el corazón, fue mucho más poderosa ella, que mil soldados que no pudieron contra mí…la perdí, sin haberla tenido en mis brazos.

Al otro día, el mismo ritual de siempre, pero esta vez la acompañé al aeropuerto, en silencio, antes de montarse al avión, le entregué una nota que decía: “Quizá no recuerdes mi nombre, pero nunca nadie te va a amar como yo”, la leyó, se rio y el papel terminó en el piso, roto. Me fui, sintiéndome un argentino más, uno de los tantos derrotados.

Y pensar que a un puñado de compatriotas suyos, los vencí y con ella no pude, me derrotó sin utilizar un arma, sólo su belleza

Ricardo Madrid Builes

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